El Diario de Coahuila, 14 de diciembre 2003
Por
diversos motivos, los mexicanos somos muy renuentes a lo nuevo, a las reformas.
Preferimos la certidumbre de lo conocido, aunque sea malo, frente a los
beneficios que lo desconocido nos pueda brindar. No nos gusta arriesgar, no nos
gusta ir más allá de las fronteras de lo establecido. En su mayoría somos un
país de la desconfianza, de la sospecha, del temor a innovar, a pesar de la
enorme creatividad existente. Lo peor de lo anterior es que todas estas malas
características manifestadas en el ámbito federal ha permeado a lo estatal y
luego a lo municipal.
Y
no señalo lo anterior solo por la negación de la pasada reforma fiscal, donde
los dos bandos cometieron ciertos errores, desgraciadamente los más ofensivos
para cada uno de ellos. Me refiero a un sin número de reformas que bien
pudieran hacerse para lograr una mejor armonía entre los ciudadanos, con
mayores posibilidades de desarrollo y una mejor calidad de vida.
Las
reformas llamadas estructurales (laboral, energética, judicial, fiscal,
etcétera) que se refieren preferentemente al ámbito federal, aunque con gran
impacto a los otros dos, no son más importantes que las reformas que deben de
darse a escala estatal y municipal. Incluso estas últimas pudieran darse con
mayor facilidad dado que muchas de las reformas locales no requieren de una
modificación a la Constitución federal, arena donde hemos mostrado, al menos
hasta el momento, una muy marcada incapacidad e incompetencia para lograr los
consensos suficientes.
Las
reformas estructurales contraponen muy diversos puntos de vista que son
generados e influenciados por condiciones muy diferentes de desarrollo y de
entornos socio-culturales. Así pues, tenemos que los habitantes del sureste
mexicano (Yucatán, Quintana Roo y Campeche) poseen diferentes prioridades que
los habitantes del pacífico sur (Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas), donde
la pobreza es mucho mayor. Imaginemos entonces las diferencias existentes con
respecto a los Estados del norte, donde incluso también hay ciertas
discrepancias, aunque sin duda menos marcadas.
Si
a las diferencias geográficas y sociales, agregamos diferencias ideológicas,
entonces la situación se complica. Por ello es que los mexicanos estamos forzados
y obligados a desarrollar a marchas forzadas las capacidades de debate y
consenso suficiente para salir adelante en esta tormenta de diferencias,
capacidades que estuvieron dormidas por el control existente durante la época
en que duró el presidencialismo puro.
Si
nos enfocamos en las reformas que se requieren en el ámbito estatal y
municipal, el asunto es menos complejo dado que las diferencias geográficas y
socio-culturales se evaporan en buena medida, aunque permanecen las
ideológicas-partidistas, campo donde también se requiere una mayor capacidad de
debate, análisis, argumentación y posterior convergencia, a pesar de que la
pluralidad política se dio con mayor anticipación (1989) que en la federal (1997).
Tenemos
entonces que si eliminamos las restricciones que establece la Constitución
federal, un mar de oportunidades se presenta para hacer ajustes innovadores a
las reglas básicas (Constituciones estatales y Reglamentos Orgánicos
municipales o Bandos de Policía y Gobierno) que definen el entramado de las
sociedades estatales y municipales, incluyendo sus gobiernos.
Quizás
algunos políticos estatales y municipales pudieran escudarse en el argumento de
que para hacer reformas profundas e innovadores en estos ordenes de gobierno se
requieren de la materialización de las reformas estructurales de corte federal.
Pero no hay que olvidar que aquel que sé auto-impone obstáculos es el menos
propenso a arribar a sus metas y objetivos.
Algunas
de las recientes reformas realizadas en el país y que permearon a algunos
Estados y municipios son por ejemplo lo relativo a los ordenamientos referentes
al acceso a la información gubernamental y transparencia. Si nos regresamos en
el tiempo tenemos lo concerniente a los derechos humanos (1991), y si todavía
regresamos un poco más en el tiempo tenemos lo respectivo a la representación
proporcional en los ayuntamientos mexicanos (1977).
El
mensaje sobre lo anteriormente mencionado es que esas avances jurídicos
pudieron haberse abordado mucho antes en los Congresos estatales y en los
Ayuntamientos, que en el Congreso federal. De haber sucedido de esa manera, se
hubiera sentado un precedente de auto-gobierno, auto-regulación,
auto-construcción de normas y de auto-nomía por parte de los gobiernos
estatales y municipales, que a la postre hubiera dado un auténtico significado
con verdadero contenido a la palabra
“federalismo”, palabra que hasta en la actualidad todavía esta lejos de
convertirse en una realidad.
Es
cierto que algunas de las anteriores disposiciones hubieran conducido quizás a
una serie de controversias constitucionales, pero sin duda hubiera sentado un
precedente histórico, donde el deseo de un Estado o Estados federales por
auto-erigirse y auto-diseñarse de acuerdo a sus propias características, hubiera
generado con el transcurso de los años una mejor república mexicana.
Hoy
en día, existen ciertas diferencias jurídico-normativas entre los Estados del
país, pero no son tan marcadas y profundas de tal suerte que nos permita
identificar diferentes modelos o sistemas de gobierno, normas electorales
estatales y municipales, disposiciones administrativas y operativas, entre
otros.
Hago
votos por que el ambiente federal no establezca inconscientemente por más
tiempo auto-frenos a las reformas estatales y municipales que mucho se
requieren. Es necesario que la creatividad jurídica florezca en nuestros
diputados locales y regidores, de tal forma que no esperemos a que lo federal
nos siga marcando la “línea”. Es necesario que podamos tener una república
heterogénea al interior pero sólida, y firme y consolidada hacia el exterior.
Feliz
Navidad a todos.
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