El Diario de Coahuila, 7 de agosto 2003
El ser humano siempre a sido un ser social por naturaleza.
Aunque han habido grandes personalidades que en solitario han logrado potenciar
todas sus habilidades, es indiscutible que los grandes logros que han marcado
la historia del hombre, vienen aunque sea en una mínima expresión, de una
segunda fuente de inspiración humana.
Dentro de esas interrelaciones humanas que se dan día con
día siempre se ponen sobre la mesa de las discusiones ideas que van a favor o
en contra de las doctrinas o pensamientos que hemos formado gracias a la
experiencia acumulada en nuestra existencia. Así pues, en nuestro andar
cotidiano, acordamos o desacordamos con una o mil personas o bien simplemente
ignoramos aquello que, desde nuestro punto de vista, no merece la mínima
atención.
Dado lo anterior es natural que en esta rebatinga de ideas,
nos aferremos ocasionalmente a algunas de ellas porque son parte nuestra y
porque nos cuesta mucho aceptar lo contrario...aun y cuando la evidencia de
nuestro error esta frente a nosotros. Sin embargo, este aferramiento casi
místico ha sido el causante de grandes logros en la historia de la humanidad y
para muestra basta solo un botón: Cristóbal Colón cuando comprobó, con el descubrimiento
de América, que la tierra es redonda. Grandioso aferramiento.
Pero por otra parte, este afán por aferrarse a algo o
alguien, también ha ocasionado en la mayoría de las ocasiones más desencantos
que encantos, y lo peor de todo es que siempre hay alguien que acompaña en
dicho desencanto. Pero no es tampoco para alarmarse, el aferrarse a una idea o
a una creencia es algo tan subjetivo y discrecional que para unos “eso” será
una verdad y para otros será una mentira.
Pero hay que tener cuidado en el tipo de persona que suele
aferrarse a algo o a alguien. Recordemos que hay personas físicas y morales, y
para no ampliar la anterior clasificación pondremos al gobierno dentro de las
segundas. Así pues, el derecho a aferrarse
es casi un monopolio del ser humano como individuo, pero cuando esa persona
moral (gobierno) suele aferrarse a algo o a alguien y además tiene
implicaciones de impacto colectivo, pues ahí la cosa cambia. Ante esto, el
derecho de un gobierno a aferrarse a algo o a alguien es tan limitado como su
capacidad de lograr que el cien por ciento de los sectores sociales esté de
acuerdo con el total de sus políticas públicas, algo verdaderamente imposible.
Un gobierno que sabe escuchar y descifrar el sentimiento
popular difícilmente se aferrara a una acción o idea por más perfecta que
parezca. Y aunque a veces las mayorías se equivocan, la sabiduría colectiva es
mucho menos castigada cuando esta hierra en una decisión, simplemente porque
todos pagan esa equivocación.
Me surge toda la reflexión anterior porque la semana pasada
conocí debido a mi trabajo, a una persona, ahora amiga, que labora en Bolivia
(ella es española) en un programa de difusión de información de gobiernos
locales a través de la Internet. De entrada he de confesar que al conocerla
físicamente me sorprendió porque siendo tan joven ella (apenas sobrepasa los treinta) tiene a
su cargo tan importante proyecto, y además posee el grado de Doctora en
Literatura.
Pues bien, al final de nuestras reuniones de trabajo que
sostuvimos con distintas instancias gubernamentales, privadas y sociales, y al
hacer una recapitulación de las mismas, nos encontramos con una discusión sobre
el análisis que una asociación de periodistas había realizado sobre la Ley
Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental, y a
la cual ellos consideran como una ley mordaza.
Discutiendo el punto de vista de esta asociación ya en
privado, cada uno de nosotros manifestó su opinión sobre dicho punto de vista y
comenzamos a desmenuzarla según los argumentos por ellos vertidos. Poco a poco,
nos fuimos trasladando a otros temas relacionados con dicha ley pero que ya
poco tenían que ver con la mentada asociación de periodistas.
Entre los temas tratados y discutidos se encontraba la
forma de selección de los integrantes de los Consejeros del IFAI (Instituto
Federal de Acceso a la Información) y sobre que pasaría si un periodista o
reportero daba a conocer a través de su medio, información considerada como
clasificada o reservada. ¿Habría implicaciones legales para dicho reportero o
periodista? ¿Estaría obligado a revelar el nombre de sus fuentes lo que
eliminaría de tajo esta regla no escrita pero respetada por todos los gobiernos
democráticos?
Aunque ella no se dio cuenta, sus cuestionamientos “foráneos”
hicieron nacer en mi una especie de aferración nacionalista que me inspiraba a
defender a capa y espada esa ley que había costado mucho tiempo construir a los
mexicanos. La justificación que utilice (“es que en México es diferente”) me
ayudó a enconcharme momentáneamente ante sus ráfagas llenas de argumentos que
hacían trizas mis convicciones. He de confesar que me costo tiempo reconocer
que en algunas cosas ella tenía razón.
Aunque de alguna manera ya lo había experimentado, esta
vivencia que tuve me ayudó a comprender que algunas veces el aferrarme a algo o
a alguien tiene sus consecuencias cuando estas no están basadas en la verdad,
en la lógica y hasta en el sentido común. Las respuestas a las preguntas antes
escritas aún siguen en discusión entre ella y yo, pero lo cierto es que sus
argumentos me ayudaron a encontrarle otros ángulos a algunos de los problemas
que aquejan a este país. De no haber intercambiado con ella ideas seguramente
yo hubiera continuado aferrado a algo que simplemente no tenía razón de ser. Y
aunque ella se encuentra a miles de kilómetros de distancia, desde acá le digo
gracias.
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